Redacción.Madrid

La 2ª Tertulia Médico-Jurídica organizada por Promede, que el XIX Congreso de Derecho Sanitario decidió incluir entre sus actividades,  abordó para el debate el consentimiento informado, que se interpreta, al menos aparentemente, de forma muy distinta desde los puntos de vista médico y jurídico por lo que merecía la pena buscar aquellos puntos de acuerdo para buscar respuesta a las divergencias que se plantean necesariamente entre dos formas tan distintas de vivir el asunto.

Guillermo Gómez, médico especialista en Ginecología; Juan Martínez y López de Letona; presidente de Promede; José Carlos López, letrado del Gabinete Técnico de la Sala 1ª del Tribunal Supremo; Luis Bernaldo de Quirós, director médico Área RS de Promede; Juan Abarca Cidón, consejero delegado de Promede.

El caso real del que partía la tertulia para plantear el tema, versaba sobre un aborto producido como consecuencia de la amniocentesis a la que la demandante se había sometido para determinar el riesgo de que su futuro hijo padeciera una enfermedad cromosómica. La demanda se había producido por la convicción de la demandante de que el procedimiento tenía que haberse realizado de forma incorrecta, en función del efecto adverso a que dio lugar y de que la paciente no había sido adecuadamente informada del riesgo que, para el feto, entrañaba el procedimiento. Considerando demostrada la corrección de la praxis médica en relación con la técnica y el carácter impredecible e inevitable de la complicación, la sentencia estimó parcialmente la demanda, al no quedar demostrado que la demandante fuera adecuadamente informada sobre el riesgo de aborto, basándose en la ausencia de su firma en el CI y considerando que corresponde a la demandada la carga de la prueba.

Partiendo de este caso, la tertulia consiguió alcanzar puntos básicos de acuerdo que trataremos de resumir junto con las cuestiones en las que interpretación de médicos y juristas difería. Son estas las cuestiones que dejan abierto el debate y que, a nuestro juicio, deberían ser estudiadas en profundidad.

Primer punto de acuerdo: El derecho del paciente a recibir información sobre su enfermedad y sobre los procedimientos médicos a los que va a someterse y sus riesgos.

Este derecho es innegable, no sólo porque lo reconoce la ley sino, sobre todo,  porque lo reconoce la razón. Pero también es innegable el derecho del paciente a renunciar a la información y ello puede suponer también un problema para el médico. ¿Debe obligarse al paciente a plasmar su renuncia en un documento? ¿Qué valor tendría un documento como este ante una complicación futura?

Es evidente que la información permite al paciente la libertad de elegir si se somete o no al procedimiento propuesto. Pero en buena parte de las ocasiones el procedimiento persigue la curación de una enfermedad que sin él causaría la muerte. En estos casos ¿es libre el paciente de elegir? ¿es razonable suponer que alguien va a renunciar a una probabilidad alta de salvar la vida para no tener que afrontar un riesgo escaso de complicación?

Además, es evidente que el paciente no puede comprender una buena parte de la información que el médico le suministra. En parte porque no todos los médicos son capaces de traducir los conceptos a un lenguaje vulgar y en parte porque no todos los pacientes tienen una capacidad de comprensión suficiente, Y sobre todo porque para comprender en profundidad conceptos médicos hay que tener conocimientos médicos. Y una información mal comprendida puede llevar a tomar una decisión prejudicial. Entonces ¿ha de aportarse toda la información o sólo aquella que el paciente pueda comprender? ¿Y quién determina qué información puede comprender un paciente y cuál no? ¿A qué se refiere el concepto de información personalizada? ¿A la que un determinado paciente pueda comprender o a la que sea conveniente aportarle en función de su situación clínica?

Segundo punto de acuerdo: Los conceptos borrosos de la ley.

Los legisladores establecen las normas que han de servir de marco de actuación en las actividades de la vida social. Pero esas normas son, con frecuencia, excesivamente vagas y están sometidas a la interpretación de aquellos que han de actuar dentro de su marco y de aquellos que han de dirimir las controversias que surjan de su aplicación. En nuestro caso, de los médicos que han de informar a sus pacientes, de los abogados que han de representar a los pacientes que se sienten perjudicados por una información que consideran deficiente, de los abogados que han de defender a los médicos a los que se acusa de no haber cumplido con el deber de informar y de los jueces que han de determinar cuál de las partes en litigio tiene la razón.

Es evidente que si las leyes no fueran ambiguas, no estarían sometidas a interpretación; pero es mucho más fácil dictar una ley o desarrollarla sin concretar que hacerlo en términos precisos. Así, las leyes y las normativas están repletas de conceptos “borrosos” que pueden interpretarse de muy distintas maneras. Esto supone necesariamente que casi cualquier actuación puede considerarse contraria a la norma o acorde a ella dependiendo de los intereses de quien la interprete, lo que da lugar a un aumento extraordinario de los litigios (cada una de las partes considera correcta su interpretación de la norma) y a una franca inseguridad jurídica puesto que el asunto ha de dirimirse según la interpretación de un tercero (el juzgador) que depende en buena medida de su personal criterio o de la jurisprudencia (que viene a ser el criterio de otros que se basan en una interpretación de los mismos conceptos “borrosos” e inconcretos de la norma. Y nadie queda satisfecho; ni los jueces que ven innecesariamente sobrecargada su actividad, ni los litigantes que se sienten injustamente tratados si se sentencia en su contra e injustamente empujados al litigio aunque se sentencie a su favor.

Así, según la norma, la información aportada al paciente sobre su enfermedad y sobre los procedimientos médicos a aplicar ha de ser adecuada y suficiente. Pero estos son dos términos imprecisos, ambiguos y, en consecuencia “borrosos”. ¿A qué se refiere el legislador cuando habla de una información adecuada? ¿Adecuada a qué? ¿A la capacidad de comprensión del paciente, a su momento vital, al tipo de información que está en condiciones de recibir, al tipo de procedimiento que vaya a aplicarse, al grado de necesidad de aplicar ese procedimiento? Y cuando dice que la información ha de ser suficiente ¿cómo debemos de interpretarlo? ¿En términos de cantidad o en términos de calidad? ¿Y quién define cuándo una información se considera suficiente? ¿El médico que la facilita o el paciente que la recibe? ¿Y cómo pueden interpretar si es o no suficiente la información aportada los abogados de las partes y el juzgador sobre el que recae en definitiva la resolución del litigio?

Y, claro, de la norma inconcreta surgen las interpretaciones divergentes. El médico aporta la información que considera adecuada y suficiente según su criterio, información que el abogado del paciente considera inadecuada e insuficiente, mientras que el del médico afirma lo contrario y el juzgador ha de inclinarse en una u otra dirección siguiendo su propio criterio, tan carente de solidez normativa como el de las partes. Y así surgen conceptos jurídicos tan borrosos como los de la norma, conceptos tales como la verdad soportable  o el estado de necesidad terapéutica o la actuación del buen padre de familia, que son manejados según convengan a la interpretación de las partes.

Por otra parte ¿hasta qué extremo hemos de llegar exigiendo la firma del consentimiento informado?

Salvo que el paciente renuncie a ser informado, la información debe existir siempre. En cambio la firma del consentimiento informado sólo se considera exigible cuando el procedimiento médico que ha de aplicarse comporta riesgo. Pero ¿es que hay algún procedimiento médico exento de riesgo? Desde los más agresivos (cirugía, quimioterapia, radioterapia…) hasta los aparentemente más banales (extracción de sangre para estudios analíticos, prescripción de fármacos por vía oral…) prácticamente todos tienen algún riesgo que, aunque con poca frecuencia, puede ser de consecuencias muy graves e incluso puede resultar mortal. Así pues ¿debe firmarse un documento de CI para todos los procedimientos médicos? Dado el inmenso número de estos procedimientos “menores” esto conduciría, por razones obvias, a un colapso del sistema. Y, sin embargo, si estos riesgos se concretan y el médico no ha informado de ellos puede enfrentarse a una demanda por incumplimiento del deber de información.

¿Se adapta la ley a la realidad? ¿Es realista la norma en la medicina actual? Sería necesario, y en esto parece que todos estamos de acuerdo que el legislador contribuyera a la racionalización de este asunto adaptando la norma a la realidad y no pretendiendo que sea la realidad la que se adapte a la norma.

Bastaría con lo anterior para justificar la tertulia. Pero además se produjeron otros acuerdos inevitablemente seguidos de cuestiones a resolver, de los que destacan los siguientes:

Tercer punto de acuerdo: Tanto el consentimiento informado como la historia clínica constituyen formas de demostrar que se ha cumplido con el deber de informar.

Pero ¿Cuál de estas dos pruebas tiene más peso? ¿Cuánta información debe contener el consentimiento informado y cómo debe manejarse la información en la historia clínica para que ambos documentos tengan validez probatoria?

Cuarto punto de acuerdo: Es necesario abandonar el paternalismo. Ningún médico debe tomar decisiones por un paciente adulto con capacidad de decidir por sí mismo.

Pero ¿Acaso no empujan al paternalismo médico los juristas que juzgan su actuación comparándola con la del buen padre de familia? ¿Acaso no supone paternalismo el no dar validez probatoria a un documento de los llamados genéricos, en el que un paciente adulto y capaz de decidir por sí mismo reconoce con su firma haber sido suficientemente informado y haber tenido ocasión de aclarar todas sus dudas con su médico, aunque en ese documento no se especifique la información aportada?

Quinto punto de acuerdo: Es necesario que exista una relación de confianza entre el médico y el paciente.

Pero ¿no sería conveniente preguntarnos en qué medida estamos perjudicando esa relación de confianza con normas que hacen que el paciente vea al médico como alguien que pretende descargar sobre él su responsabilidad y que da al médico la impresión de que haga lo que haga el paciente puede demandarlo?